viernes, diciembre 08, 2006

Dungeon



Me siento. Escucho. Sonrío. Pienso. Me tranquilizo. O no. ¿A dónde lleva todo este camino? A veces me acojona el pensarlo siquiera. La de vueltas que da el dungeon que es nuestra vida. Y digo dungeon, o mazmorra, porque eso es lo qué es.

Entras y al principio avanzas sin temor. Todavía la luz de la entrada se ve, y hay algo que te guía, que cuida de ti. No tienes miedo, pues. A veces tropiezas con una piedra que no habías calculado tan cerca, o te esmorras contra una pared que hacía segundos no estaba. Pero no te importa, la luz de la entrada baña casi todos los recovecos que alcanzas a ver. Realmente sólo estas remoloneando por el principio de la cueva. Tus pasos ni siquiera resuenan, ni siquiera tienen eco. Tampoco reparas en ellos, no te sientes ni solo ni perdido, estás bien. ¿Por qué ibas a fijarte en algo tan insignificante como el eco de tus propios pasos?

Pero entonces sucede. Ves una puerta entreabierta, que se escapa de los rayos de luz casi por completo. En un principio no cambias la comodidad de pasearte por el rellano de la mazmorra que tan bien conoces por una mugrosa y oscura puerta. Pero entonces notas que los rayos empiezan a flaquear, que no son tan espléndidos como lo eran antes. Y la entrada se te va a haciendo pequeña, te falta el aire, el aliento; el alma se te empieza a oprimir. Y en vez de volver a la luz decides seguir adelante y atraviesas la puerta llena de moho y telarañas. Que de repente, boom, te traslada a otro plano que tan sólo podías rozar e imaginar en los sueños más ocultos de las largas noches que pasaste en la entrada. Ahora empiezan a resonar los pasos, ¿verdad?

Pero sigues adelante, la luz sigue estando ahí, a tus espaldas. Pero procuras renegar de ella, adecuando tus ojos a la creciente oscuridad. En un principio te sientes torpe, te haces cortes con las rocas mal pulidas de esas paredes que no ves. Generalmente son superficiales y curan con rapidez, dejando unas cicatrices casi imperceptibles. Pero siempre hay una primera vez, en la que, como al principio, calculas mal las distancias y te acercas demasiado a una piedra demasiado afilada. Si te das cuenta a tiempo, eres capaz de sacártela, mientras observas como tu cuerpo sangra y te recuperas lo suficientemente rápido como para poder avanzar unos metros más, haciendo grandes paradas de tiempo que usas para descansar. Si no te das cuenta, y sólo notas el dolor cuando esa roca esta rozando el corazón es probablemente tarde para ti. Estarás tan acostumbrado a ese trozo de mineral que al principio ni siquiera querrás sacártelo. Te lo oprimirás contra el pecho, hundiéndolo más en tu alma. Y estarás a la mitad del dungeon, con la luz demasiado lejos como para volver, un mundo de sombras demasiado cerca como para huir y una herida sangrante que no deja latir a tu corazón con toda la fuerza que debería. Paseas, indeciso, en la mitad del camino, en ese punto concreto, con el eco como único compañero, añorando el tiempo en el que estabas en la entrada.

Un día, sin embargo, tomas una determinación. Seguirás avanzando, aunque sin lastre alguno. Tiras todo lo que te ata a la luz, aunque sin renegar de ello. Y hundes las manos en tu pecho, sacando esa maldita roca dentada, agrandandando la herida, cubriéndote de sangre. Y lo notas. Notas como tu cuerpo fluye de nuevo, como estas más ligero. Pero si prestas atención, entre el eco de tus pasos y las gotas de sangre cayendo al suelo, se oye el desprendimiento de pequeñas esquirlas de la roca que se aferran a tu corazón. Al cabo de unos días casi sin aliento, casi rezando para que la parca se te lleve, te vuelves a poner en marcha, con la esperanza en ristre, como si fuese tu bandera. Sin embargo, lo sigues oyendo. Sobre todo en las horas previas al sueño, en el que la vigilia conecta con el mundo de las ánimas. Clanc, clanc, clanc. Son los trozos de piedra de tu corazón, que suenan cuando éste late.

Sientes miedo, vaya que sí. Pero ya te da igual, sólo ves pasar piedras y más piedras, paredes, suelo, techo. Todo igual y todo distinto. Te sigues tropezando, aunque receloso, lo haces menos. Aunque prudente y cauteloso, tienes el alma llena de cicatrices. Y poco a poco toda esa prudencia se va mitigando, pierdes el cuidado. Apenas se ve la luz de la entrada. Pero te da igual. Estás tan acostumbrado a la sombra como al aire viciado que se respira aquí. Y un día, cuándo menos te lo esperas, ves un trío de puertas. Una es dorada. Resplandeciente y bella, sientes desconfianza. Otra es de madera, como la que te llevo hacia aquí. Ya has pasado una vez por otra igual a ella. ¿Seguro que debes repetir?. La otra ni siquiera se ve. Parece ladrillo negro, lacado. Si está tan oculta, por algo será. Algo te dice que te debes apresurar. El tiempo corre, y tienes que salir del dungeon. Pero aún así, ¿qué elegir? Tus pasos, único compañero junto a la oscuridad, rebotan una vez más. ¿Cómo demonios pudiste pasarlos por alto antes? Ahora se oyen de una forma tan clara...
Y ahí me encuentro yo, en mi dungeon particular, sin saber qué hacer, por dónde ir, para qué marchar. Yo ni siquiera veo la luz. Hace demasiado que no. En mi caso, de todas formas, nunca fue demasiado brillante. Aunque así, ahora, no la echo de menos. Clanc, clanc, clanc. Malditas sean las heridas mal curadas, malditos sean los pasos que se funden con ese horrible sonido y malditas sean también las tres puertas que tengo frente a mí. Por lo menos son sólo tres. He oído de aventureros que tenían demasiadas y no supieron que hacer, y de otros que ni siquiera puedieron elegir.

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